Un amigo filósofo acusaba mi crítica a la vaciedad real del concepto metafísico, diciendo, “Está bien, no a la metafísica, pero también no al homo faber.” ¿Qué quiso decir este amigo mío? Quiso sin duda reconocer lo que de inútil hay en su actual estudio de los Heidegger, de los Hegel, devolviendo con desprecio su propia retiscencia por la figura del hombre que calcula, de ese que hace negocios, que construye puentes, que matematiza, que todo lo racionaliza . El mismo Heidegger explica la diferencia entre el pensar calculador (propio del homo faber) y el pensar reflexivo (propio del metafísico). El primero se ocupa siempre de lo ajeno al hombre, esto es, que no pertenece a lo que éste tiene imprescindiblemente, llámese conciencia, espíritu, alma, es decir, lo que lo conforma esencialmente; el segundo,  hace todo lo contrario, se pone a sí mismo como objeto para dilucidar reflexivamente qué necesita, que no necesita el humano, en medio de este universo artificial creado por el homo faber. Por reflexión, el metafísico a la Heidegger, parece necesitar menos de su entorno que el más autártico de los mortales. Refrigeradores, televisores, radios, teléfonos, ampolletas, autos, aviones, computadores, etc. son objetos ajenos y ha de ponérselos a distancia de nuestra naturaleza espiritual.

Me parece cierto que el hombre excesivamente racional tiende a reducir la realidad a categorías del pensamiento, llegando incluso a negar que haya otros medios válidos, es decir, efectivos, útiles para vivir, con los cuales se haga el humano un habitat. El racional calculador se ha construido un mundo a su medida, en el cual se siente cómodo y seguro. Todo se ordena matemáticamente. Este homo faber ve en las emociones su desequilibrio. Éstas le sacan de quicio. Se caracteriza por su esquematismo lógico matemático, por su positivismo dogmático.

¿Y el metafísico? ¿Acaso es distinto? ¿Por qué mi amigo se inclinó  a decir no a la metafísica? ¿En qué se funda dicho no? Sin duda en el reconocimiento de la inutilidad, vaciedad, irrealidad del concepto metafísico, pero, de modo más grave, por su complicidad con los poderosos de turno.

Como aquel ideólogo del régimen militar chileno que otorgó carácter divino a la pobreza y la miseria, dándose un magnífico rango para justificar el abandono,  el abuso, la burla y la explotación. ¿De qué puede jactarse una disciplina cuando son sólo y en definitiva las armas, con su secuela de miedo y muerte las que instauran éste y no éste otro concepto de patria, orden,  familia, libertad, derecho, etc.? Dé qué sirve saber que Platón resucitado en Heidegger concibió la verdad como aletheia, que se enseña como “desencubrimiento”, cuando al mismo tiempo en diarios y revistas se miente a vista y paciencia de todos. Ni qué decir de la justicia, de la igualdad de derechos, etc. Por más que el metafísico se refiera a una realidad omniabarcante no logra salir de la dudosa esfera generada por los enrarecidos conceptos de una racionalidad reflexiva. Ni qué hablar de los que propugnan una especie de positivismo esotérico, como se me ocurre llamar a esta forma por su dogmatismo supuestamente fundado en una experiencia que sólo algunos iniciados han tenido. De esta ralea son los masones, los hitleristas esotéricos y los espiritualistas de todas layas.

¿Qué extraño ascendiente tiene en algunos de nosotros esta disciplina que se identifica con lo que normalmente llamamos filosofía? Con qué entusiasmo, en pleno gobierno militar, el catedrálico de Metafísica, nos decía, “en la Metafísica de Aristóteles está la papa”, usando uno de esos idiotismos que tanto despreciaba en la boca popular. La filosofía primera de Aristóteles es una teología, le gustaba decir.  Si es así ni hablar más de ella, pues con una apariencia inductiva innegable se remonta uno a las altísimas esferas de los cielos eternos, no pudiendo menos que admitir la envergadura universal del maestro de Alejandro. Ni hablar del maestro del maestro, al que admiré resueltamente y todavía le quiero y le guardo gratitud, a pesar del calificativo de facista que me dolía como si me lo estuvieran diciendo a mí, y es que en el fondo me lo decían a mí, pues convencido como estaba, en verdad estaba roncando de dormido, de que un modo bastante adecuado para cambiar el estado de cosas, es decir, las cosas del Estado, era imponerle a la gente un régimen de filósofos, justos y valientes, ¿Se imaginan? Está claro que en tal régimen, los cesantes de la CNI tendrían la pega asegurada, ofreciéndose barato para poner en vereda a todos los que se negaren a seguir obedientemente las leyes del Estado, leyes hechas a la medida.

Está claro, el matemático, el físico, el biólogo, el químico no tienen de donde dogmatizar, como si hubieran tocado fondo en la realidad con sus ingeniosas teorías. La realidad nos obliga aún hoy, a pesar de la portentosa técnica, a nadar en aguas profundas. Al respecto, me gusta la imagen del científico que formula Einstein, como aquel que inventa mecanismos para dar cuenta, por ejemplo, del conjunto de fenómenos llamado reloj despertador. Lo único que puede ver y constatar es el movimiento de sus punteros, un sonido que llamamos tic—tac, y bastante regularidad.

Alguno alegará que más de alguien puede dar con el mecanismo verdadero, el puede llegar a determinar sin desarmarlo. ¿Cómo lo sabe sin desarmarlo, sin mirar lo que permanece oculto? Con cuánta mayor imposibilidad al tratarse del mundo, de la naturaleza. Ni esperanza nos queda de poder asegurar que por donde vamos, vamos bien. A menos que alguno nos salga con que dialoga con el demiurgo, con el artífice del universo, el que da cuerda al reloj del mundo, el mismo que le insufla verdad a los corazones sacerdotales, para ayudarles a bendecir los cañones con los que se acabará a los desalmados que postulen que dios hace rato que cambió su viejo despertador por un moderno y silencioso analógico a cuarzo, con los que se atrevan a poner en duda la proposición ‘dios existe’.

Con el mismo desparpajo metafísico de los Hasbún, se ha aniquilado culturas, en nombre de dios, por supuesto, para terminar imponiendo el reino del temor y la obediencia, para la gloria de quienes como el nunca bien ponderado general Pinochet, fueron auxiliados por la Santísima Providencia y no es que la matanza mayor se haya llevado cabo en la Avenida Providencia, sino en lugares profanos como sitios eriazos, fosas excavadas ad hoc, sótanos de regimientos, etc).

No a la metafísica y como quiere mi amigo, enrostrándome que haya invertido años de juventud, tras terminar mis estudios de filosofia, estudiando matemática, no al homo faber.

¿A qué diremos sí, entonces? Porque no vive muy bien que digamos quien dice no a la vida, por ejemplo. Pero es que la vida se afirma sola y hay que ver cuánto resiste nuestro cuerpo los malos tratos que por institución y cultura nos autoinfringimos, con la alimentación, la medicamentación, la calidad del aire, las drogas, para no decir nada del daño que somatizamos tras largos años de sometimiento y duro trabajo diario para pagar sin vuelto el derecho a vivir honradamente, en paz con los compatriotas (una paz relativa, que signifique respeto en último término para todos los del país). Tuvimos que soportar más encima las peroratas de los ideólogos y de los curas, que nos pillaron tantas veces volando bajo, cansados e indefensos, para inyectarnos la doctrina del sometimiento, la resignación, el orden divino, la preeminencia de la patria, etc.

¿A qué diremos sí, entonces? Tal vez al amor. Sí,  al amor. Pero cuidado con todos esos que ponen los ojos blancos y esconden sus colmillos como el gato esconde sus garras ponzoñosas y llaman a eso bondad amorosa, vistiéndola con amplias y elegantes túnicas, o bien con elegantes trajes de senador para propugnar en nombre de la cultura cristiana y occidental, el respeto de la vida humana y el amor como vivencia suprema del espíritu humano.

Vivamos el amor como mejor podamos, ya sea a través de la sexualidad, el cariño fraterno, el talante afectuoso.

¿A qué más diremos sí? A la buena voluntad de los poderosos, a la transparencia de los aparatos judiciales, al momento de ternura en el corazón de los delincuentes, al momento de ocio que un hombre de negocios se toma con su familia, a la valentía varonil de los sacerdotes, al momento de lucidez de los generales, a la abolición de la pobreza en el mundo, a la digna exaltación del corazón de un hombre, etc.

Y conste que ya sé que más de alguno dirá las ideas de Bradley, contra quien critica y niega la metafísica, a saber, que su misma actitud es una muy determinada postura metafísica. Cuanto ingenio. Como si ello cambiara en algo el curso propio de la realidad y la impotencia de los esquemas racionales. Hemos de decir, si la realidad no se acomoda a la teoría, tanto peor para la teoría. A decir verdad, lo único que veo en la metafísica son las costras duras de un antropomorfismo ciego y arrogante.

Si al menos se nos ahorrara desde la niñez tanto tiempo invertido por rutas falsas, es decir, caminos que no conducen sino a la descepción, si se dijera por su nombre, por ejemplo, que los pobres de mi patria no son lo que son sólo por su flojera e indolencia, por su grosería e ignorancia, sino que son la contrapartida de la acumulación de riquezas en el Barrio Alto, por ejemplo, del egoísmo beato e hipócrita de los ricos de mi país, del desprecio, la indiferencia, la crueldad, el desamor, la avaricia, etc., tras el disfraz de la sonrisa y los buenos modales protocolares, tras la palabrería demagógica y las cuentas macroeconómicas, tras las promesas bíblicofiducianas, tras tanta manipulación publicitaria para reafirmar y cubrir lo que todos saben, pero que no se ha de decir so riesgo de ser considerado una amenaza para la normal convivencia de la ciudadanía.

¿En qué estaría, pues, pensando mi amigo, cuando a mi enojo con la metafísica él me devolvía el suyo contra el racionalismo calculador del homo faber? No creo que haya estado pensando en propugnar la posibilidad de vivir sin hacer, sin fabricar, sin ocuparse cada día de múltiples necesidades. Así tampoco, que sea posible vivir sin pensar, sin reflexionar.

Conociéndolo un poco, creo más bien que enfatizó el exceso de racionalismo reduccionista y el palabrerío hueco de las metafísicas filológicas, el discurso fatuo y pedante.

¿Queda lugar, pues, para la actividad filosófica? Sin duda que sí. Y consistirá en el pensamiento vivo, es decir, actualizado y mil veces cernido en la reflexión sistemática, en el diálogo; un pensar que lo comprometa a uno, que se comprometa con nuestra propia vida, con nuestros propios sueños, con nuestro muy parcial punto de vista.

Claro que también habrá quienes sigan haciendo filosofía de salón, tras la pista de los pensamientos de los ilustres pensadores del museo de la filosofía. He aquí el dominio de los eruditos y de los filósofos académicos, cuya labor no tiene más interés que la que se prestan entre si, en compañía de los Kant, los Heidegger, etc.

¿Y de dónde les viene esta falta de compromiso a los filósofos, de dónde esa especie de pudor de hablar de sí mismos, de poner a prueba sus teorías con sus propias vidas? Se me enrostrará rápidamente que es por una exigencia de universalidad, se me dirá que la ciencia quiere siempre abandonar el hecho particular para someterlo a una concepción general, de la cual aquél forma parte, siendo explicado por ésta. De ahí que con la cabeza llena de universalidad el filósofo pase indiferente por el lado del curso particular de la vida.

No obstante, el saber popular recoge esta crítica por inconsecuencia y falta de compromiso, en dichos y aforismos.Por ejemplo, quién no conoce al “Padre Gatica”, ”el que predica pero no practica”? Y es verdad que la mayoría de los que nos dedicamos a este oficio del pensar sistemático trabajamos en nuestro laboratorio mental para generar bien escritos discursos, para luego, sin solución de continuidad, volver a nuestra vida cotidiana. Cuántos bellos y prolijos trabajos filosóficos sobre “la inmortalidad del cangrejo”, y con qué maestría están en ellos citados los más famosos y oportunos pasajes de los más grandes pensadores. Cuánta urgencia, cuánta utilidad en dicho problema.

Más de alguno estará enojado conmigo porque reduzco la filosofía a puras cuestiones inútiles, que hasta la chusma reconoce inservible en sus chistes implacables. ¿No es cierto que la filosofia no nos capacita para nada como no sea ganar pleitos, polemizar para nutrir el ego e impresionarnos a nosotros mismos con tanta habilidad verbal? Hasta qué extremo toda esta palabrería inútil, queda de manifiesto en el hecho que, tras esta lectura, el lector volverá a sus quehaceres y yo, iré a comer algo porque tengo hambre.

Después de comer, ya satisfecha la imperiosa necesidad, volvemos al ejercicio del pensamiento. Y ya que estamos en eso, ¿Se darán cuenta todos estos eminentísimos señores (estoy pensando en los intelectuales académicos de mi país) de la esquizofrénica práctica tan difundida que ignora sin vergüenza toda esa zona del vivir relacionada con los procesos vitales, desde el dormir, el comer,el eructar, el toser y estornudar, el soltar pedos, el defecar, hasta el hacer compras, el cocinar y el fornicar, tildando unas actividades de rutinarias e insignificantes y a otras, de vergonzosas y de mal gusto? De esta misma práctica viene ese afán eufemístico de suavizar los términos populares, más crudos y propios, referidos a las zonas pudendas de la vida. Y el dicho “los trapos sucios se lavan en casa, qué es sino el testimonio de esa doble moral que se ejemplifica tan bien en ese sujeto heideggeriano, paladín de las aletheias, que no obstante, amarraba al catre a su mujer para darle de azotes. No puedo menos que recordar una práctica de los paganos indios de México, que se civilizaron con la catequesis de los misioneros que nunca faltan. Cada cierto tiempo se reunía toda una comunidad para celebrar fiestas (paganas, por supuesto) y entre las múltiples actividades, realizaban una confesión pública, a los cuatro vientos, gritando a todo pulmón las faltas (pecados diría el cura de mi pueblo), buscando creo yo, darle transparencia y univocidad a sus vidas.

En la misma carta de mi amigo, me recordaba que mis argumentos en los tiempos del Pedagógico iban dirigidos contra el resentimiento del discurso de la gente de izquierda, pareciéndole a él que mis palabras actuales suenan o contienen una gran dosis de resentimiento, que yo mismo identifico más bien como descepción, frustración por tantos años invertidos para nada, cometiendo el error ya señalado por Nietzsche, de recibir una formación de señor, de amo, cuando en verdad no era sino uno más de la chusma despreciada y esclavizada de mi país. En un medio como el nuestro, la filosofía en manos de los hijos de los obreros no puede menos que ser considerada subversiva por los intelectuales de la derecha política, esos mismos que iban en auto al pedagógico y me invitaban a sus casas elegantes para que les ayudara a estudiar lógica o filosofía antigua, logrando en el futuro los puestos que les correspondían por herencia familiar o por pago de negocios.

Más encima, en el camino conocí a uno que creía en la reencarnación y los espíritus y demases. Con más historias que Quintín el aventurero, este otro amigo me enseñó muchas cosas prácticas (aprendí a defenderme, a golpear mortalmente y a mantener mi cuerpo en buena condición, por dar un ejemplo), pero también debí soportar por largos años que tratara de justificar toda la crueldad, la violencia, la miseria y la fealdad del mundo, en contraste con todo lo que tiene de bello y maravilloso, a través de conceptos como el de karma, tomado de la filosofía hindú y de las prácticas anacoretas de oriente. Y yo, el muy imbécil me conformé con que la teoría explicara satisfactoriamente, sin reparar en la cómoda situación de los poderosos, sin padecer el dolor de los pobres de siempre, creyendo que este mortal, como es mi amigo, tenía acceso a un reino de verdades eternas, a una ciencia que aún ignoro si existe (pero que encuentro sospechosa) y que la vida actual de este amigo me ha confirmado vana, quimérica.

Es cierto que aún me molestan los llorones y prefiero mil veces al que muere entre pateaduras, sin arredrarse porque lleve las de perder. Mi discurso lleva las de perder. En Chile, más que combatir a los poderosos y beatos abusadores de siempre, hay que despertar a la masa trabajadora, para sacarlos de la superstición y el letargo dogmático en que la ha mantenido su santa madre Iglesia, para que se despercuda el miedo y la obediencia vacuna que los militares propiciaron durante largos y vergonzosos años.

Ahora que me he autoexiliado y puesto miles de kilómetros entre mis confianzudos compatriotas y yo, me siento, aún con hábitos de metafísico, a revisar mi vida y mi formación, a tratar de mostrar cómo somos los chilenos, cuáles son las características de nuestra cultura.

Hacia el final de mis estudios de filosofía, recuerdo al profesor Humberto Giannini diciendo que la cultura chilena se hacía en torno a un televisor, afirmación tanto más cierta cuanto que los estudiantes universitarios tenían como tema acostumbrado conversar sobre lo que habían visto el día anterior en ”la tele”.

¿Resulta extraño,entonces, que se haya gastado tanto dinero durante la campaña presidencial para, usando las mejores argucias retóricas, convencer al pueblo de las ventajas de continuar con una línea gubernativa ya probada durante 16 años? No, en verdad.

Me avergüenza reconocer que en algún momento temí irreflexivamente la violencia a desatarse al momento de cancelar el estado de sitio en el país. Ello significaba que los servicios de seguridad y la policía no podrían más, sin transgredir la ley, allanar y “barrer” las poblaciones marginales santiaguinas, en busca de armas o de “elementos subversivos". No me daba cuenta (o si me daba, me hacia el leso, como la gran mayoría de mis compatriotas que nunca fuimos tocados por los tentáculos policíacos) de la indigna condición de supuesta libertad en que vivíamos los chilenos. Como dijo un amigo que derivó de oficial de carabineros a profesor de filosofía, vivíamos los chilenos con una libertad semejante a la que tienen las vacas para pastar en los campos de sus amos.

Más vergüenza da aún haber estado de acuerdo con lo que decían los intelectuales, siguiendo a Platón, respecto a que vive feliz quien vive dentro del marco de la ley. Ahora me doy cuenta de que hasta a mí me quedó chico el patio que Pinochet y sus secuaces nos imponían para vivir y jugar. El gobierno militar se declaraba no totalitario, pero al mismo tiempo no trepidaba en sacrificar la vida de sus servidores y de sus enemigos (que aunque mal que les caiga eran también seres humanos) en honor de la Patria, la Libertad, etc. Como individuo uno valía menos que “los eternos intereses de la Patria”. Por eso, cuando se equivocaban y los centuriones policiales pasaban su aplanadora por encima de uno que no era el buscado, inocente al menos al respecto, la cuenta bancaria estatal desembolsaba una suma que ponía precio a la vida insignificante de los hijos de la Patria.

En los años venideros veremos si los intelectuales se muestran capaces de volver a imponer pluralidad de pensamiento en un Chile que vi dividirse maniqueamente entre partidiarios de los asesinos profesionales y por ello, soldados, provistos de matralletas más peligrosas que ideas, e impotentes chilenos de segunda categoría, temerosos y desorientados. No hay que olvidar que para la doctrina de la Iglesia (siguiendo al astuto Aristóteles) sólo el Bien posee de modo eminente ser; el Mal es sólo una “privación”de Bien, de donde uno puede pensar que los ideólogos del régimen militar daban a la confrontación política el aspecto de una lucha maniquea entre buenos y malos (ellos eran los buenos, por supuesto); entre mártires de la libertad e intrínsecamente perversos monstruos totalitarios; entre seguro bienestar económico y caótica pobreza, etc. Sólamente para encubrir su dogmático desprecio por sus oponentes, a los que consideraban menos que humanos, sino ¿qué significa la expresión “humanoide» que el almirante Merino usó cientos de veces ante las cámaras de televisión, en sus momentos más lúcidos para referirse a los disidentes?

Pero volvamos a la cuestión del comienzo. Ni metafísica ni homo faber. De ser así 1a exigencia de esta proposición sólo se satisface con una muy particular forma de hacer la vida. Negamos el carácter universal de las consecuencias de nuestros juicios, nos negamos a obedecer esta o cualquier otra doctrina, vamos un poco a tientas, pero haciendo nuestra propia vida, llenos de creencias, adoptando ideas sólo por afinidad y simpatía, sin más criterio que nuestra oscura intuición. La verdad es que no se ve muy halagüeño este panorama. Vivimos, en verdad, muy de otro modo. Los tradicionales principios del pensamiento racional, están siempre presente en nuestro actuar cotidiano, al menos el principio de no contradicción. Y es de aquí que se puede explicar el enorme influjo que las palabras tienen sobre nosotros.

Sin embargo, una cosa es la jurisdicción de los principios del discurso racional y otra muy distinta es la invención de teorías cuya coherencia interna puede ser impecable, sin por ello ser un ápice más reales, esto es, fieles modelos de la realidad.

Según mi parecer, al no tener idea cierta de la auténtica naturaleza de la realidad, aún cuando los modelos racionales resuelvan satisfactoriamente infinidad de problemas salidos del trato con ella, no podemos pasar desde las cualidades del intelecto humano a otro ámbito que lo trasciende.

Pero, se me dirá, no son las características del intelecto las que ponemos en la realidad, sino las del lenguaje, buscando la expresión originaria y por ello, propia.

Tomemos como ejemplo la verdad, originalmente (según Heidegger, siguiendo a Platón) aletheia, ”desencubrimiento” algo como el llevar luz a lo que estaba difuso e indiscernible por causa de las tinieblas; la luz obra el milagro de descorrer el velo que se interpone entre nuestra inteligencia y la realidad. Y no diré más para no seguir pisándoles el poncho a los discípulos de Martín.

¿Qué hay en estas disquisiciones filológico metafísicas de auténticamente filosófico? Desde mi particular perspectiva (y perdonen los doctos que un pelafustán como yo ose pensar y hacer una crítica a tan ilustres hombres) lo único que veo es la elaboración, muy bonita, sin duda, de cantidades de metáforas, muy al estilo platónico, por lo demás. El empleo de metáforas no descalifica, creo yo, la intencion de transmitir un saber, por el contrario, en alegorías como la de la caverna es innegable la fueza persuasiva de sus figuras. Pero en descripciones como las del Fedro, a estas alturas del desarrollo de la observación astronómica, uno no puede menos que sonreirse cuando Platón cuenta sus mitos transmigratorios y los viajes siderales del alma.

Quizás tratando de corregir este exceso de imaginería metafórica Aristóteles establece la necesidad de que la metáfora sea adecuada. Y aquí iríamos de nuevo, pues ¿Qué significa esta adecuación?

Dejemos esto hasta aquí y establezcamos sólamente que no hay motivos para tanto entusiasmo por una sabiduría fundada en última instancia, en puras figuras metafóricas.

Esta crítica a la metafísica no debe hacer cantar victoria a los rigurosos hombres de ciencia, quienes estarán muy dispuestos a aceptar que tras el uso ordinario del lenguaje existe un uso propio, remitido a modo de fundamento a la existencia material, vía prueba sensoperceptiva.

Esta posición es discutible y se me vienen a la cabeza dos críticas. Una de Karl Popper a la supuesta referencia concreta del discurso científico, mediante el expediente de recordarnos el carácter universal de los términos empleados y la ninguna referencia a individuos, quedando, por tanto, no más que la ilusión de la referencia concreta, de la literalidad. La otra, de Barfield, recogida por Juan Rivano en su texto Perspectivas sobre la metáfora. Se puede leer allí, ”la literalidad en que se especializan los filósofos neopositivistas es, en su opinión (la de Barfield), tan construida como la literalidad de las palabras con referencia inmaterial.” Y agrega de su cuño el profesor Rivano, ”tal lenguaje discursivo, acotado, definido, distinto y exacto es, sin duda, como una moneda de curso necesario en los dominios de la práctica y la comunicación de científicos y técnicos pero no puede aspirar a erigir su literalidad rígida, convencional, atómica y ciega en medida e ideal del lenguaje sin más.”

Ni metafísica ni homo faber, me grita por carta mi amigo, ¿Con qué nos quedamos,entonces? Por lo menos para mí resulta claro que la mayoría de la gente hace un uso indiscriminado de los clichésacadémicos, usándolos cuando mejor les conviene, sin comprometerse, en verdad, con puras palabras. He aquí que la educación que nos dieron nuestros padres, profesores, amigos y enemigos, le da cierta orientación a nuestra vida actual, la que volvemos a cambiar sin cesar, cada vez que una nueva experiencia nos conmueve y nos mueve el piso de nuestras creencias.Pero, en última instancia, sustituimos unas creencias por otras, sin salir jamás del cerco marcado por nuestras más o menos claras y distintas ideas sobre la realidad, es decir, sobre nosotros mismos y el mundo. Así, pues, lo que mi amigo dice, en verdad, es que no exageremos, yendo por la vía metafísica, hasta negarle a la vida cotidiana su primerísimo valor y realidad, tornándonos inútiles y coludiéndonos con los que usan las ideas para ganar poder, disfrazándolo de carácter filosófico, de necesidad lógica; o yendo llenos de entusiasmo por los triunfos tecnológicos, tras el estandarte de la rigurosidad reduccionista de la actividad científica, exageremos la función analítica de la inteligencia, despreciando toda otra forma de manifestación de la creatividad humana, amputando en nosotros mismos capacidades, habilidades que bien podrían contribuir a una vida más completa, es decir, una que da curso a nuestros talentos más diversos, desde las habilidades banales para la vida cotidiana (que se me siguen apareciendo como las más importantes), pasando por las habilidades musicales, las gimnásticas, hasta las virtudes morales y también, por qué no, las religiosas.

Por lo que respecta a mi país, Chile, la formación filosófica se da en compartimientos separados, alcanzando este problema también las aulas de las facultades de ciencias. Recuerdo de hecho una dura y airada crítica de nuestro profesor de Ecuaciones Diferenciales, al respecto. Estábamos allí 60 o más estudiantes, en un curso que por currículo venía después de todos los cursos de Cálculo, es decir, un curso para alumnos que habían tenido ya su buena cuota de dificultades matemáticas. Nos enrostraba que a esas alturas de nuestra formación no fuéramos capaces de buscar en todos los ámbitos la solución a un problema. Y aquí hablamos sólo de matemáticas. Otro cuento es poseer las claves que permitirían pasar de un dominio a otro, en la realidad, al modo como las conoce el Magister Ludi en El juego de los abalorios de Herman Hesse. Todo lo cual no sería lo mismo que de un modo muy gráfico me dijo un querido amigo, refiriéndose a su muy particular modo de hablar y de pensar la realidad. Dijo: “me caigo a un barranco y aparezco por la nariz de un perro”. Sopesen ustedes hasta donde permitirán el paso de un dominio a otro, de una categoría a otra.

A pesar de todo, a solas nos podemos comenzar a sacudir los hábitos bastante arraigados de nuestra formación en compartimentos separados. Me cuesta creer en la mala voluntad de mis maestros de colegio, no estando tan seguro de lo mismo tratándose de mis profesores universitarios. No vi la misma entrega en éstos que en mis modestos profesores primarios y secundarios. Lo único que vi fue ostentación de apellidos aristocráticos y un saber académico sin vinculación con el momento político que se vivía.

Vi también el antagonismo más marcado entre algunos profesores y la chusma estudiantil que acudía desde los más diversos hogares del Gran Santiago a buscar unas migajas de esa pseudo sabiduría que al parecer nos estaba vedada por origen social. En mi caso, me costó largos años sacar la voz, no más como un susurro avergonzado, para decir que era el hijo de un zapatero lleno de inquietudes y de sueños, pero, sin duda, frustrado e impotente como lo estaría cualquier hombre inteligente sin posibilidad alguna de dar curso a sus talentos. Zapatero, hijo de mineros y pastores de la zona de Nancagua, padres analfabetos, gente pobre. Cuánto daño le hicieron todos estos relamidos y fofos señores, a la herencia de vitalidad y sentido común que recibí de mis padres. Lo pienso y lo repienso y no logro ver a uno solo al que tenga algo que agredecerle. Tal vez tenga que agradecer que hayan sido tan poco generosos, que hayan sido tan obstinado obstáculo en el desarrollo de mi personalidad. Después de todo, salí adelante a pesar de la abierta animadversión de algunos de ellos, a pesar de la indiferencia del resto.

Eran tiempos difíciles para Chile, ya lo sé. Cada uno debía asegurarse a sí mismo y a su familia, sin mezclarse en cosa alguna que pudiera terminar con la ilusión de seguridad y orden. Debía uno andarse con cuidado, los militares no trepidaban en terminar (digamos mejor, sancionar, castigar) a quienes osaran hablar o hacer algo en contra del orden instituido por las armas. Está claro, se puede ser sabio cobarde, se puede ser sabio asesino, en un caso como profesor, en el otro, como ministro de estado, dando la orden para matar a los propios estudiantes. El problema es que se trata aquí de la misma persona que tan bien se desdobla. Del mismo modo como los sacerdotes de mi país hablan de caridad, de amor, de igualdad de los hombres ante dios y, al mismo tiempo, son avaros, fríos y calculadores y mantienen férreamente sus privilegios (y que no se ofenda el cura de mi pueblo, que todos sabemos lo caritativo, amoroso y pobre que es).

Mi amigo me recuerda que era yo el más duro crítico de los resentidos. ¿Y cómo no iba a serlo si me negaba a admitir que pertenecía al grupo de las familias pobres de mi país, al grupo de los perdedores, si no había trabajado un solo día para traer la comida a la casa, si no era más que un inútil con carnet universitario?

La ira que me invade (que les aseguro no es una ira metafísica, que parece era la unica forma de la indignación que podíamos sentir en los tiempos de estudios filosóficos) sólo aparece cuando recuerdo el rictus duro, insensible, despreciativo, de mis valientes profesores de filosofía. En ningún caso propugno el resentimiento como sentimiento a cultivar. En mi caso, soy un perro con la cola tiesa que echa tierra hacia atrás con sus cuartos traseros. ¿Conocen el gesto, no es cierto? Significa dejar atrás un dominio que ya se conoce, que nos pertenece, al que no tememos, dejando atrás las excrecencias sobrantes de lo ya asimilado. Ya veremos modo de subsanar los errores cometidos haciendo la verdadera labor pedagógica, hoy ausente en nuestras escuelas, salvo escasas excepciones.

Con mirada crítica, no tengo nada de que enorgullecerme, al menos en lo que a mi vida académica se refiere. Antes de obtener la licencia uno es un cero a la izquierda. Después que se la consigue se ha de ir contra la corriente para sobrevivir y mantener viva una pequeña dosis de creatividad, luchando para sacudirse también los hábitos escolares, la torpeza frente a la vida, para ir aclarando más o menos qué es lo que en verdad piensa uno y cuán de acuerdo a esos pensamientos se vive. Se me impone el hecho de que uno primero vive y luego piensa, siendo harto útil el pensar, a veces, para asegurarnos contra peligros eventuales, un pensar muy práctico y nada de misterioso ni mucho menos iniciático, derivado tal vez de la experiencia, de la vida misma. Hemos de permitirnos también jugar a las ideas, por qué no, total no hace daño mientras no se confunda las cosas y se comience a creer que la vida es un juego o que uno vive de ideas. Todo está bien hasta que empezamos a usarlas para justificar las conductas viles, disfrazando, encubriendo lo que en verdad hay: en la mayoría de los casos, pura ignorancia, deseos ansiosos y egoístas, afán de poder, de seguridad; cobardía, miedo, desamor.

Razones tendría uno de más para estar resentido, después de haber sido embaucado estudiando una disciplina que se reduce a puras obviedades, o bien, que apenas ha afirmado algo, de inmediato tiene la réplica que anula y desvaloriza las pretensiones de verdad. De ahí que Pirrón de Elis, a quien se atribuye la fundación de la escuela escéptica griega, haya dicho que siempre es posible encontrar argumentos en pro y en contra de cualquier tema (isostenia). Los ademanes prepotentes de absolutismo autoafirmativo de las ideas filosóficas, son fingidos, pues de antemano se sabe que todo será resuelto mediante acuerdo, convenio. Y sólo unos pocos filósofos han sido seguidos en casi la totalidad de su pensamiento. En general, en casi todos nosotros subsisten, conviven (nadie sabe cómo) los más diversos y, a veces, contrarios pensamientos, tomados del museo de la filosofía.

¿Adónde va a parar el desprestigio de la metafísica y de las doctrinas, cuyo fundamento es de corte puramente intelectual? ¿Cuál es el criterio que esgrimiremos para asumir nosotros la dirección de la vida, de la cultura de las generaciones actuales y futuras?

Veo a cada grupo humano, en diferentes latitudes del planeta, tirando para su lado, con intereses y creencias muy particulares y no siempre compatibles con las nuestras, al extremo de considerarlas peligrosas, haciendo urgente eliminarlas o neutralizarlas, junto a las cabezas que les dan  corazón y vida.

Nos enseñan primero la confianza ingenua y la arrogancia de los sistemas filosóficos griegos, confrontándoles, en voz más baja, casi en susurro, en forma esporádica, con los disidentes de siempre, más de acuerdo con lo que actualmente sabemos, más de acuerdo con una modestia ganada a fuerza de vergüenzas soportadas por todos nosotros.

Da vergüenza la persecución de tantas cabezas lúcidas, por ir más allá de las ideas retrógradas de la Física de Aristóteles, por ejemplo; por dar nuevas interpretaciones a la estructura del universo (y esto sólamente en el ámbito de las ideas. Bien sabemos que todavía hay persecusión racial, feroz y fanática, asesina). Cuánto tiempo perdido, cuánta pseudocultura. Llegado un momento nos damos cuenta de que todo lo aprendido sirve sólo como referencia histórica, para amenizar conversaciones de salón (a menos que alguno se apasione y salga en defensa de la verosimilitud de los relatos cosmogónicos del Timeo de Platón, por ejemplo; o dé valor positivo a la afirmación platónica de que los hombres blancos son hijos del sol, mejor dotados con ojos para ver la esencia de las cosas, etc.), que no queda otro camino que echar al basurero tanto dogma gratuito, bellos, bien dichos, pero falsos, o por lo menos, dudosamente verdaderos.

¿A qué se reduciría la enseñanza de la filosofía si elimináramos del currículo el largo paseo por el museo de la filosofía? Aún no he visto una maravilla semejante, pero tal vez podríamos atenuar el anacrónico atraso de noticias, el desfase que la mayoría de los estudiantes (lo cual es comprensible dada la formación) y también los profesores de filosofía (lo cual es pura perseverancia en la ignorancia) manifiestan, respecto de sus colegas de ciencias. Resulta penoso admitir la cantidad de estupideces que uno afirmó como grandes verdades y que al cabo, fueron abandonadas sin pena ni gloria, ni siquiera al modo como se abandona la Física de Newton para reemplazarla por la de Einstein, manteniendo la primera una jurisdicción estricta en el ámbito físico del sentido común, quedándose corta sólo para dar cuenta del macrocosmos y del microcosmos, por tanto, de inexcusable conocimiento por parte de todo aquel que se dedique a las ciencias experimentales.

Y en filosofía, ¿qué de todo lo que se ha dicho y se ha escrito seria inexcusable ignorar? Mis profesores saltarían sincronizados: la tradición filosófica, por supuesto. Y todo estaría bien, si con igual entusiasmo se hicieran cargo de aprender y enseñar a los detractores de dicha tradición: los Menecmos, en geometría, introduciendo a pesar de los prejuicios de su maestro (Platón) soluciones no ortodoxas para los problemas a resolverse solo con regla y compás; los Diógenes, recalcitrantes defensores del sentido común y de su independencia intelectual; los Calicles, con fino ojo político para descubrir dónde comienzan los convenios sociales, desenmascarando a los Sócrates de su supuesto afán de verdad, dejándoles en la desnudez de su vanidad discursiva, de su ridícula pretensión de obligar a la acción con ideas. Basten estos ejemplos.

En países como el nuestro, dicho tipo de formación ha terminado siendo un servilismo bobo a lo que se piensa, dice o hace en Europa, cuna de la tradición filosófica. De ahí que tener aspecto europeo es un ingrediente indispensable para llegar a ser un buen filósofo, claro que filósofos de título y nombre, pues lo  único que hace la mayoría es repetir como loros lo dicho por sus admirados ídolos europeos.

Si uno quiere, en Chile el calificativo de filósofo debe atenerse a esas reglas del juego. Quién sabe como irá a ser en unos años más, ahora que el régimen autoritario de los militares deja lugar nuevamente a la iniciativa intelectual de los ciudadanos, pasando el cetro de la autoridad a manos menos intransigentes (es de esperar). Queda por delante la tarea de eliminar los automatismos intelectuales generados (con el beneplácito o al menos con la indiferencia coludida de los académicos de turno) por el odio y los prejuicios de la derecha política (sostenida por las armas) contra todo aquel que no tiene los colores que a ellos les gustan (color blanco en la piel, verdes o azules en los ojos, café claro, como mínimo, en el pelo). En cuanto al color político no tengo idea cuál les representa, pero sé que odian el rojo de los comunistas y el amarillo de los demócratas. Nada de raro que se atribuyan para sí los colores de la patria, que supongo son los de la bandera, aunque no veo la relación).

La gente rica de mi país deberá volver a argumentar y tendrá que volver a acostumbrarse a recibir réplicas variadas y a menudo contundentes; deberán justificar sus ideas políticas, conservando el poder, sin duda, pero dándonos la mínima satisfacción de desnudar sus ideas del envoltorio de prejuicios, para mostrar la fatuidad, el desprecio, los impulsos de rapiña, el egoísmo y el autoritarismo paternalista, con el que se han mantenido dueños de la tierra, de las leyes y de su gente. Toda la grandilocuencia metafísica que aprendieron en sus paseos por la universidad y el pragmatismo económico tan de moda en los años recién pasados de la supuesta reconstrucción económica del país, será inútil frente a nuestra disposición crítica e independiente.

  Basilea, 14 de julio de 1991